







Introducción
La historia de la Iglesia no es una línea recta sin sobresaltos, sino una travesía compleja marcada por fidelidades, desviaciones, reformas y contrarreformas. Desde su fundación por Cristo y sus apóstoles, la Iglesia cristiana ha sido llamada a ser "columna y baluarte de la verdad" (1 Timoteo 3:15). Sin embargo, con el paso de los siglos, se fue gestando una transformación que culminó en la estructura doctrinal y jerárquica de la Iglesia Católica Romana. Esta transformación fue una desviación progresiva y acumulativa, no una decisión puntual. Lo que comenzó como pequeños añadidos piadosos acabó por consolidarse en dogmas que oscurecieron el evangelio puro. Este artículo busca exponer cronológicamente cómo se produjo esa transición, a la luz de la historia, la teología reformada y la Confesión de Fe de Westminster.
Con la institucionalización del cristianismo en el Imperio Romano, surgieron prácticas que inicialmente parecían inofensivas o incluso útiles, pero que con el tiempo distorsionarían el evangelio.
310 – Se introduce la oración por los muertos, sin fundamento bíblico claro.
320 – Se generaliza el uso de velas como simbolismo, posteriormente integradas a la liturgia como elementos rituales.
375 – Comienza el culto a los santos, invocándolos como intercesores.
404 – Se establece la misa como sacrificio perpetuo de Cristo, lo cual contradice Hebreos 10:10-14.
431 – Se inicia formalmente el culto a María, elevándola a una figura casi divina.
Estos siglos muestran una peligrosa tendencia: sustituir la suficiencia de Cristo por una fe mezclada con elementos culturales, místicos o supersticiosos.
500-606 – Se establecen ropas sacerdotales, se enseña la doctrina del purgatorio, y Bonifacio III se proclama Papa, título que la Biblia jamás otorga.
606 – Se impone el beso a los pies del papa, una señal de sumisión humana sin paralelo en el cristianismo apostólico.
Aquí vemos la progresiva exaltación del liderazgo humano, alejándose del modelo de siervo-pastor descrito en Mateo 23:8–12.
754-1090 – Se desarrollan doctrinas como el poder temporal del papa, la adoración de imágenes, el rosario, el agua bendita y la canonización de santos.
Durante este período se produce una verdadera institucionalización de la idolatría religiosa. Lutero más tarde diría: “Donde se adora una criatura, allí no puede habitar el Espíritu Santo.”
1184-1415 – Se instituye la Inquisición, se venden indulgencias, se prohíbe leer la Biblia, se crea la confesión auricular, y se eliminan elementos esenciales del sacramento (como el vino en la Eucaristía).
Estas decisiones no solo corrompieron la doctrina, sino que sofocaron al creyente común, manteniéndolo en ignorancia y dependencia del clero.
1546 – Se introducen los libros apócrifos en el canon y se declara que la Tradición es igual a la Escritura.
1854, 1870, 1950 – Se proclaman dogmas marianos como la Inmaculada Concepción y la Asunción, y se define la infalibilidad papal.
Aquí es donde Martín Lutero, Juan Calvino y otros reformadores alzaron su voz:
Martín Lutero: “El papado es el trono del verdadero Anticristo.”Juan Calvino: “El Papa se ha entronizado como dios en la tierra. Su reino no es más que una deformación de la Iglesia.”
2020 – El papa Francisco declara que “todas las religiones llevan a Dios”, negando así la exclusividad de Cristo (Juan 14:6).
La Confesión de Fe de Westminster, documento doctrinal del protestantismo reformado, advierte claramente contra tales desviaciones. En el capítulo 25, dice:
“La Iglesia Católica (universal) es invisible y consiste en el número total de los elegidos… Está compuesta por todos los santos que han sido, son y serán reunidos en uno bajo Cristo, su Cabeza.”
Y añade:
“No hay otra cabeza de la Iglesia sino el Señor Jesucristo; ni puede el papa de Roma ser en ningún sentido cabeza de la misma, sino que es aquel anticristo, el hombre de pecado, que se exalta a sí mismo en la Iglesia contra Cristo y contra todo lo que se llama Dios.” (25.6)
La Reforma Protestante no nació para dividir, sino para reformar. Los reformadores no buscaban destruir la Iglesia, sino restaurarla al modelo bíblico. Su clamor era: Sola Scriptura, Sola Gratia, Sola Fide, Solus Christus, Soli Deo Gloria.
Sin embargo, la Iglesia protestante también está en peligro hoy. Al abandonar la fidelidad doctrinal, ceder ante la cultura, promover el emocionalismo o el sincretismo, muchos evangélicos están cometiendo errores similares: añadiendo prácticas no bíblicas, desviándose de la verdad y perdiendo el evangelio.
La historia de cómo la Iglesia cristiana se convirtió en la Iglesia Católica Romana es un llamado a no repetir ese error. La fidelidad no consiste en aferrarse a las tradiciones humanas, sino en volver una y otra vez a las Escrituras. Como dijo Juan Calvino:
“La Palabra de Dios es la única regla verdadera por la cual la Iglesia debe regirse y medirse.”
Hoy, más que nunca, necesitamos una Iglesia que se reforme continuamente conforme a la Palabra de Dios, para la gloria de Cristo y la edificación de su pueblo.
¡Piensa en esto cristiano!
La frase icónica de J. Vernon McGee muy conocida suele citarse así:
"You don’t polish brass on a sinking ship."
(No se pule el bronce de un barco que se está hundiendo).
Esta frase fue utilizada por McGee para expresar su visión premilenialista y dispensacionalista del mundo: creía que el mundo estaba condenado al juicio, como un barco que se hunde, y que por eso no tenía sentido intentar reformar la sociedad, sino más bien salvar a las personas individualmente mediante la predicación del evangelio.
En su contexto, McGee argumentaba que la tarea de la Iglesia no es mejorar el mundo (pulir el bronce), sino rescatar a las personas antes del juicio (salvar a los que están en el barco que se hunde).
Desde una perspectiva escatológica optimista, sin embargo, esta metáfora sería criticada como una visión derrotista y ajena al mandato cultural de Génesis 1:28 y la Gran Comisión. Kenneth Gentry, por ejemplo, ha argumentado que Cristo no nos llamó a abandonar el barco, sino a tomar el timón bajo su autoridad.
Texto base: 1 Corintios 15:20–26
“Porque es necesario que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies.” (v.25)
La misión de la Iglesia ha sido definida por su Señor: “Id y haced discípulos a todas las naciones” (Mateo 28:19). Sin embargo, muchos creyentes viven con una expectativa pesimista, como si el cumplimiento de esta misión estuviese condenado al fracaso y debiésemos esperar que Cristo regrese para arreglar un mundo irremediablemente caído. Pero ¿es esta la visión que nos entrega la Escritura?
El apóstol Pablo, bajo la inspiración del Espíritu, presenta en 1 Corintios 15 una visión distinta: no de derrota, sino de conquista progresiva, de avance espiritual real, de victoria histórica del reino de Cristo. Esta visión es el corazón de una escatología optimista y bíblica.
Pablo declara que Cristo, resucitado de entre los muertos, está actualmente reinando desde su trono celestial:
“Porque es necesario que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:25).
Esta no es una entronización futura, sino presente. Como enseña Kenneth Gentry, este reinado comenzó en la ascensión (cf. Hechos 2:33–36) y continúa hasta que todos sus enemigos sean vencidos, siendo “la muerte el último enemigo” (v.26). Si la muerte es vencida al final, entonces todos los demás enemigos —idolatría, incredulidad, inmoralidad, persecución, error— están siendo vencidos antes de ese fin. Cristo no viene a reinar, Él ya reina.
La imagen que Pablo utiliza es la de una batalla en la que Cristo va sometiendo enemigos uno a uno. Este avance no es súbito ni catastrófico, sino progresivo y espiritual. El Salmo 110:1, citado aquí, se cumple en la era presente:
“Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”.
Esto implica que Cristo espera (con autoridad suprema) mientras sus enemigos son puestos bajo su dominio — a través del ministerio del Evangelio. La Iglesia, por tanto, no está en retirada, sino en campaña. Como diría R.C. Sproul, “Cristo está conquistando el mundo… no con espadas, sino con la verdad del Evangelio”.
Pablo escribió que “el Evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16). En un mundo que idolatra el poder político o el prestigio cultural, Dios ha elegido salvar mediante la necedad de la predicación (1 Cor. 1:21). Esta es la herramienta de conquista del Reino.
En lugar de esperar que el mundo se hunda para que Cristo intervenga con una intervención catastrófica, una escatología optimista sostiene que el Evangelio triunfará: no necesariamente con mayorías absolutas en todas las culturas, pero sí con una influencia creciente y duradera, como una levadura que leuda toda la masa (Mateo 13:33), o como una semilla de mostaza que llega a ser un gran árbol (Mateo 13:31–32).
La escatología optimista no niega el sufrimiento, la persecución o los fracasos temporales. Estos son parte de la batalla. Pero también afirma que, a la larga, el Reino de Dios prevalecerá.
Cristo no está perdiendo el mundo. La historia no es el relato del fracaso de la Iglesia, sino la narración de su crecimiento gradual bajo el reinado soberano del Mesías. Como enseña Gentry:
“Esperamos una victoria cada vez mayor del Reino en la historia, no mediante medios carnales ni coercitivos, sino mediante la proclamación del Evangelio y la obra del Espíritu Santo.”
Compromiso misional: Si Cristo vencerá por medio del Evangelio, entonces cada predicación, cada converso, cada acto de obediencia cuenta. El Reino avanza hoy.
Valentía cultural: No tememos al mundo, porque Cristo ya lo ha vencido (Juan 16:33). No nos retiramos; confrontamos con verdad y gracia.
Esperanza motivadora: No trabajamos en vano. Nuestra labor en el Señor no es infructuosa (1 Cor. 15:58), porque su reinado asegura el éxito.
El cristianismo optimista no es una fantasía infantil ni un escape del dolor presente. Es una interpretación bíblica robusta que afirma que Cristo reina ahora y que su Reino está creciendo en la historia.
R.C. Sproul lo expresó así:
“Mi esperanza para el futuro no está en la política, ni en la tecnología, sino en la soberanía absoluta de Dios sobre todas las cosas, incluida la historia.”
La misión no fracasará. El Evangelio no es una propuesta opcional, sino el poder de Dios que transforma individuos, familias, culturas y naciones. Cristo reinará hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies, y nosotros, su pueblo, participamos activamente en esa conquista gloriosa.
¡Piensa en esto cristiano!
Uno de los pilares del dispensacionalismo clásico es la idea de que Dios tiene dos pueblos distintos: el Israel étnico, con promesas terrenales y un plan específico dentro de la historia futura, y la Iglesia, compuesta mayoritariamente por gentiles, con promesas espirituales y celestiales. Esta separación, sin embargo, no encuentra apoyo bíblico sólido cuando se considera el testimonio completo de las Escrituras y, en particular, la enseñanza del apóstol Pablo en Romanos 11.
En Romanos 11, Pablo utiliza la imagen del olivo cultivado para describir al pueblo de Dios. Este olivo no es una alusión exclusiva a Israel étnico ni a la Iglesia gentil como entes separados, sino que es una imagen unificada del pueblo redimido de Dios, compuesto tanto por judíos como por gentiles que han creído en Cristo. La raíz del olivo representa a Abraham y los patriarcas, y su tronco, la continuidad del plan de redención.
“Y si algunas de las ramas fueron desgajadas, y tú, siendo olivo silvestre, has sido injertado en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo…” (Romanos 11:17)
Esta imagen no presenta dos olivos ni dos planes de salvación. No se trata de un olivo para Israel y otro para la Iglesia. El olivo es uno solo. Algunas ramas naturales (judíos incrédulos) fueron desgajadas por su incredulidad; otras ramas (gentiles creyentes) fueron injertadas por fe. Tanto judíos como gentiles comparten la misma raíz y participan del mismo tronco: Cristo y el pacto de gracia.
Una lectura contextual y teológica de Romanos 11 sugiere tres tipos de ramas, pero todas en el mismo olivo:
Ramas naturales no desgajadas: el remanente fiel de Israel (judíos creyentes desde Abraham hasta los tiempos de Jesús).
Ramas naturales desgajadas y reinjertadas: judíos que inicialmente rechazaron a Cristo, pero luego fueron llevados al arrepentimiento y la fe.
Ramas silvestres injertadas: gentiles que fueron incorporados al pueblo de Dios por la fe en Jesucristo.
La inclusión o exclusión de estas ramas no depende de su linaje étnico, sino de la fe o incredulidad. Pablo lo deja claro:
“Y aun ellos, si no permanecieren en incredulidad, serán injertados, pues poderoso es Dios para volverlos a injertar.” (Romanos 11:23)
La carta a los Gálatas refuerza esta unidad del pueblo de Dios:
“Ya no hay judío ni griego… porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.” (Gálatas 3:28–29)
El verdadero “Israel de Dios” (Gálatas 6:16) no es una nación étnica separada del cuerpo de Cristo, sino la comunidad de todos los creyentes —judíos y gentiles— que han sido unidos por la fe en el Mesías.
La promesa a Abraham y su simiente se cumple en Cristo (Gál. 3:16). No hay múltiples simientes, ni múltiples pueblos, sino una sola simiente redentora y un solo pueblo unido por la gracia.
Dios no ha abandonado a los judíos como pueblo, pero tampoco mantiene con ellos un plan redentor paralelo. La salvación de los judíos se da en los mismos términos que la de los gentiles: mediante la fe en Jesucristo. De hecho, el misterio que Pablo revela en Romanos 11:25–26 es que “todo Israel será salvo”, no por restauración nacional sino por la incorporación del remanente creyente al único pueblo de Dios, junto con los gentiles injertados.
La enseñanza reformada sostiene que Dios tiene un solo pueblo redimido, una sola historia de redención, y un solo Salvador: Jesucristo, en quien se cumplen todas las promesas del Antiguo Testamento. El “buen olivo” es la Iglesia —el Israel espiritual— formada por todos los que creen en el Evangelio. La distinción entre judío y gentil ha sido abolida en Cristo (Efesios 2:11–22).
“Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente... y a tu simiente, la cual es Cristo.” (Gálatas 3:16)
Todo aquel que está en Cristo es heredero del pacto, miembro del cuerpo, parte del olivo. No hay dos pueblos. Hay un solo redil y un solo pastor.
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¡Piensa en esto cristiano!
La definición ontológica y filosófica de “persona” busca responder a la pregunta: ¿qué es una persona en su esencia y ser más profundo? Esta definición ha sido ampliamente desarrollada en la metafísica, la teología y la antropología filosófica a lo largo de la historia.
Una persona es un ser individual, racional, consciente de sí mismo, dotado de inteligencia, voluntad y capacidad moral.
“Persona es una sustancia individual de naturaleza racional.”
(Persona est naturae rationalis individua substantia)
Esta definición ha sido enormemente influyente en la teología cristiana (especialmente en la doctrina trinitaria y cristológica) y en la metafísica occidental.
Claves de esta definición:
Sustancia individual: no es parte de otra cosa; es un ente completo en sí.
Naturaleza racional: posee razón, inteligencia y voluntad libre.
Tomás de Aquino retoma a Boecio, pero profundiza diciendo que la persona es la más perfecta de todas las sustancias, porque posee autodominio, reflexividad y capacidad para relacionarse libremente con los demás y con Dios.
Individualidad: cada persona es única e irrepetible.
Racionalidad: posee capacidad de pensar, razonar, abstraer.
Autoconciencia: sabe que existe y puede reflexionar sobre sí misma.
Voluntad libre: puede tomar decisiones morales.
Relacionalidad: está hecha para vivir en comunión con otros.
Dignidad intrínseca: valor incondicional no derivado de funciones o logros.
Una cosa (como una piedra) no tiene conciencia.
Un animal tiene sensibilidad e instintos, pero no autoconciencia ni moralidad plena.
Una persona puede ser sujeto de derechos y deberes morales, tener responsabilidad y valor absoluto.
La dignidad humana se basa en esta ontología de la persona.
En teología cristiana, esta definición se aplica a las personas divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y también a la persona de Cristo, quien tiene dos naturalezas (divina y humana) en una sola persona.
En bioética, esta visión sostiene que desde la concepción, el ser humano es persona en potencia, con dignidad intrínseca.
Persona es un ente individual, racional, libre, consciente de sí, con capacidad moral y relacional. Esta definición ontológica va más allá de lo meramente biológico o funcional y fundamenta la dignidad humana, la responsabilidad moral y la relación con Dios y los demás.
En muchos círculos cristianos contemporáneos —particularmente en contextos neopentecostales— se repite una enseñanza que suena piadosa, pero que en realidad es profundamente errónea: “Los creyentes no deben juzgar ni cuestionar a los ministros, porque son los ungidos de Dios y tienen autoridad especial para traer una nueva revelación a la iglesia.”
Quienes sostienen esta idea suelen usar ciertos textos bíblicos para respaldarla, pero al hacerlo, cometen el grave error de sacarlos de su contexto original, tergiversando su verdadero significado. Este artículo busca corregir esa mala interpretación con base en una lectura fiel y responsable de las Escrituras.
(1 Crónicas 16:22)
Este versículo, también citado en el Salmo 105:15, hace referencia al pueblo de Israel —y específicamente a los patriarcas— como los "ungidos" de Dios. Es un texto histórico que recuerda cómo Dios protegió a su pueblo en tiempos antiguos. No se trata de una advertencia para impedir toda crítica o corrección a pastores actuales, ni mucho menos una patente de inmunidad espiritual. En la Biblia, muchos líderes ungidos por Dios (como David, Elí, Aarón, Pedro) fueron reprendidos cuando se equivocaron.
(Mateo 7:1)
Este pasaje suele ser citado para justificar un silencio absoluto frente al error. Sin embargo, el mismo capítulo aclara que Jesús se refería a la hipocresía en el juicio (ver Mateo 7:3-5), no a toda forma de evaluación o discernimiento. De hecho, el Nuevo Testamento nos exhorta a discernir, examinar y reprender con amor cuando hay desviación doctrinal o moral (Gálatas 6:1; 1 Tesalonicenses 5:21; 1 Juan 4:1).
(Hebreos 13:17)
La obediencia pastoral no es ciega ni absoluta. El mismo texto dice que los pastores deben velar por las almas y rendir cuentas a Dios, lo cual presupone fidelidad a la Palabra, integridad moral y servicio humilde. Cuando un líder se desvía del evangelio, no solo puede ser cuestionado, sino que debe ser corregido con base en las Escrituras (1 Timoteo 5:20; Hechos 17:11).
La autoridad espiritual no exime del escrutinio bíblico.
Los apóstoles del Nuevo Testamento no trajeron revelaciones nuevas cada día, sino que testificaron lo que Cristo ya había revelado.
Hoy no hay apóstoles en el mismo sentido fundacional de Pedro, Juan o Pablo. Nadie tiene derecho a reclamar una “revelación fresca” que contradiga o sume a la Palabra escrita de Dios (Gálatas 1:8–9).
Toda doctrina y todo ministro deben ser probados a la luz de la Escritura (Hechos 17:11; 1 Corintios 14:29).
Ser “ungido” no significa ser infalible. Los verdaderos ministros agradecen la corrección, aman la verdad y se someten a la Palabra de Dios. En cambio, los falsos líderes se escudan tras su “unción” para evitar la rendición de cuentas y justificar abusos.
No seamos cómplices del error por temor mal fundado. Honrar a los pastores no es idolatrarlos, sino orar por ellos, amonestarlos cuando sea necesario, y seguir su ejemplo en tanto sean fieles a Cristo (1 Corintios 11:1).
“Examinadlo todo; retened lo bueno.” —1 Tesalonicenses 5:21
"Durante sus primeros siglos de formación, el cristianismo estuvo separado del Estado y, de hecho, se mostró antagónico con él, con el que solo más tarde se involucró. Desde la vida de su fundador, el Islam fue el Estado, y la identidad de la religión y el gobierno está indeleblemente impresa en la memoria y la conciencia de los fieles..." (Islam and the West, (Oxford University Press, 1993)
Este texto, atribuido a Bernard Lewis —reconocido historiador del Islam y del Medio Oriente—, ofrece una observación comparativa sucinta pero profunda entre los orígenes históricos del Islam y del cristianismo, y cómo estos contextos influyeron en la práctica de ambas religiones.
Islam en sus primeros siete siglos:
Desde la Hégira (622 d.C.), el Islam experimentó una rápida expansión territorial y política. En un siglo, el Califato islámico controlaba desde la Península Ibérica hasta la India.
Este crecimiento se dio a través de conquistas militares, alianzas tribales y unificación religiosa, lo cual generó una religión estrechamente vinculada al poder político y a estructuras de autoridad centralizadas (como el Califato).
El éxito inicial y continuo moldeó una autopercepción de supremacía cultural y teológica.
Cristianismo en los primeros cuatro siglos:
Nacido en un contexto de opresión bajo el Imperio Romano, el cristianismo se propagó a través del testimonio en comunidades pequeñas, a menudo clandestinas, y sufrió persecuciones periódicas (especialmente bajo emperadores como Nerón, Decio y Diocleciano).
La fe cristiana se desarrolló como una religión de mártires, con énfasis en el sufrimiento, el testimonio personal y la separación del poder político hasta Constantino (s. IV).
Esta experiencia temprana moldeó una espiritualidad de humildad, servicio, paciencia y resistencia.
Bernard Lewis sugiere que el entorno histórico de nacimiento de una religión forja no solo su teología práctica sino también su espiritualidad comunitaria y su ética.
En el Islam, la conexión temprana con el poder llevó a una cosmovisión en la que lo religioso y lo político están entrelazados. El líder religioso (el califa) era también el líder político.
En el cristianismo primitivo, la separación del poder —y su frecuente oposición— promovió una ética de peregrinaje, sufrimiento redentor y oposición al espíritu del mundo. El Reino de Dios se concebía como espiritual, no terrenal.
Este contraste ha tenido consecuencias duraderas: el cristianismo, incluso cuando se institucionalizó (como en el Imperio romano cristianizado), mantenía una base ética y escatológica que valoraba la debilidad, la fe personal y el rechazo al dominio mundano.
La cita nos lleva a reflexionar sobre cómo la adversidad moldea el carácter de una fe. Como dice el proverbio, “la prueba del oro es el fuego”. El sufrimiento inicial del cristianismo purificó su mensaje: lo centró en el sacrificio de Cristo, el valor del perdón, y la esperanza en una redención futura, más que en la conquista presente.
¿Podría sugerirse, entonces, que una fe nacida en el poder corre el riesgo de derivar en legalismo o autoritarismo? ¿Y que una fe nacida en la persecución se arraiga más en el testimonio moral y la gracia?
No es una regla infalible, pero tiene valor explicativo. La historia del cristianismo posterior muestra que, cuando se asoció demasiado al poder (como en la Edad Media o en el nacionalismo eclesiástico), perdió esa esencia humilde. Del mismo modo, corrientes reformadoras como la Reforma Protestante o los movimientos anabaptistas, buscaron volver a las raíces perseguidas y contraculturales del cristianismo primitivo.
La afirmación final —“los acontecimientos difíciles forjaron el cristianismo”— tiene resonancias bíblicas:
Romanos 5:3-4: “...el sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, esperanza.”
Hechos 14:22: “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el Reino de Dios.”
Desde una perspectiva reformada, esto se alinea con la doctrina de la providencia de Dios, que usa incluso la persecución para purificar a su pueblo (cf. 1 Pedro 1:6–7). La iglesia verdadera no es la que se apoya en el poder político, sino la que lleva la cruz.
La observación de Bernard Lewis es históricamente certera, académicamente provocadora, y teológicamente significativa. Resalta cómo el contexto de origen de una religión tiene consecuencias duraderas en su praxis y cómo el sufrimiento, en el caso del cristianismo, ha sido un agente de purificación y fidelidad.
Lejos de glorificar el dolor por el dolor, este análisis muestra que la fe genuina crece más intensamente en los tiempos difíciles —una lección eterna para toda generación de creyentes.
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Bernard Lewis (1916–2018) fue un destacado historiador británico-estadounidense, ampliamente reconocido como una de las principales autoridades en la historia del Islam, el Medio Oriente y las relaciones entre Oriente y Occidente. Nacido en Londres, Lewis estudió en la Universidad de Londres (School of Oriental and African Studies, SOAS), donde se especializó en historia oriental y lenguas semíticas. Obtuvo su doctorado en historia islámica y más tarde enseñó en SOAS, y luego en la Universidad de Princeton en Estados Unidos. A lo largo de su carrera, Lewis escribió más de 30 libros y numerosos artículos académicos, entre ellos: The Arabs in History (1950), What Went Wrong? (2002), The Crisis of Islam (2003), y The Middle East: A Brief History of the Last 2,000 Years (1995). Su trabajo se destacó por combinar el rigor académico con una prosa accesible, y por su enfoque comparativo entre el Islam y Occidente. Lewis fue asesor de gobiernos occidentales y participó activamente en debates sobre política internacional, especialmente después del 11 de septiembre de 2001, lo que le ganó tanto admiradores como críticos. Su enfoque a veces fue cuestionado por académicos musulmanes o pro-palestinos, quienes lo acusaban de adoptar una perspectiva occidentalizada del Islam. No obstante, su erudición e influencia en los estudios de Oriente Medio son ampliamente reconocidos. Falleció en 2018, a los 101 años de edad, dejando un legado profundo en la historiografía del mundo islámico y su interacción con Occidente.
¡No os embriaguéis con jugo de uva!
¿Por qué las religiones como los mormones y testigos de jehová no tienen literatura de teología sistemática como sí lo tienen la iglesia reformada y los católico-romanos?
Esa observación es válida y revela una diferencia significativa entre los sistemas doctrinales maduros y las sectas surgidas hace pocos años o doctrinalmente fragmentadas. A continuación una explicación detallada desde una perspectiva histórica, teológica y metodológica:
Tanto los mormones (Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, fundada en 1830) como los Testigos de Jehová (surgidos del movimiento de Charles T. Russell en la década de 1870) son religiones nacidas en el contexto del siglo XIX, en medio de un ambiente de fuerte reactividad contra el cristianismo histórico. Ambas se autodefinen como restauracionistas, es decir, creen que el cristianismo verdadero se corrompió poco después de los apóstoles y que Dios les ha dado una “nueva revelación” o “restauración” de la verdad.
🔹 Consecuencia: Esta actitud restauracionista tiende a menospreciar o desconfiar de la teología histórica y sus herramientas sistemáticas, lo que hace que prefieran literatura interna de tipo catequético, apologético o expositivo, pero no desarrollen tratados de teología sistemática al estilo reformado o católico.
Los mormones se basan no solo en la Biblia, sino también en el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, y La Perla de Gran Precio, lo que crea un sistema abierto a “nuevas revelaciones”. Esto dificulta establecer un cuerpo sistemático y cerrado de doctrina, ya que la “revelación continua” permite ajustes doctrinales.
Los Testigos de Jehová dependen fuertemente de la interpretación doctrinal centralizada del Cuerpo Gobernante en Brooklyn, Nueva York, lo que hace que la autoridad doctrinal resida más en la organización que en un marco teológico elaborado. Además, su literatura está diseñada para adoctrinamiento práctico y evangelístico, no para profundización sistemática.
🔹 Consecuencia: No se busca un desarrollo teológico amplio ni la articulación académica de la fe, sino una uniformidad doctrinal supervisada jerárquicamente, muchas veces a través de literatura como La Atalaya o Despertad.
Estas religiones niegan doctrinas centrales del cristianismo histórico, como:
La Trinidad (Testigos de Jehová la niegan; los mormones la reinterpretan)
La justificación por la fe solamente
La deidad plena de Cristo (especialmente negada por los Testigos de Jehová)
Dado que la teología sistemática se basa en la articulación coherente y progresiva de la revelación bíblica, partiendo de premisas doctrinales históricas, cualquier sistema que redefina radicalmente estas doctrinas o rechace sus fundamentos no puede sostener una teología sistemática ortodoxa.
🔹 Consecuencia: En lugar de una teología sistemática (que organiza doctrinas como Dios, Cristo, pecado, salvación, iglesia, escatología, etc.), estos grupos elaboran manuales de doctrina organizados por temas prácticos o apologéticos, no por una lógica sistemática.
La teología reformada (como la de Calvino, Turretin, Berkhof, Bavinck, Sproul, etc.) parte de la autoridad exclusiva de la Escritura (Sola Scriptura) y desarrolla sus doctrinas desde una perspectiva exegética, histórica y sistemática, dando lugar a confesiones, catecismos y tratados que buscan la coherencia doctrinal y la adoración informada.
La teología católico-romana también posee un cuerpo doctrinal sistemático, en parte por su larga historia y su estructura jerárquica consolidada. Su teología se fundamenta en la Escritura, la tradición y el magisterio como fuentes de autoridad.
🔹 Resultado: Ambos desarrollos teológicos han dado lugar a tratados sistemáticos, como las Instituciones de la religión cristiana de Calvino, la Suma Teológica de Tomás de Aquino, o el Catecismo de Heidelberg, con un alto nivel de profundidad doctrinal.
Religiones como el mormonismo y los Testigos de Jehová no desarrollan teología sistemática como la tradición reformada o católica por razones de origen doctrinal, estructura de autoridad, dependencia de revelaciones extrabíblicas y una teología inestable o contraria a los pilares históricos del cristianismo. Su enfoque se centra más en la práctica proselitista y el control doctrinal interno que en la reflexión teológica académica y confesional.
Uno de los cuestionamientos más frecuentes contra la doctrina reformada de la elección soberana de Dios es el siguiente: ¿No sería más justo que Dios permitiera que cada ser humano decidiera libremente si quiere ser salvo o no? ¿No es injusto que Dios elija a unos y no a otros? Desde una perspectiva superficial, esto parece apelar a nuestra noción de justicia. Pero ¿realmente lo es?
La teología reformada parte de una premisa clave: el ser humano, después de la caída, no es moralmente neutral. La Escritura es contundente: “No hay justo, ni aun uno… no hay quien busque a Dios” (Romanos 3:10–11). La voluntad humana no es libre en el sentido absoluto, sino esclava del pecado (Juan 8:34; Romanos 6:20). No es que el hombre quiera acercarse a Dios pero no pueda; es que no quiere acercarse a Dios y no puede hacerlo por sí mismo (1 Corintios 2:14).
Ahora bien, si Dios se limitara a “respetar” esa libertad corrompida, dejando que cada quien escoja su destino, todos pereceríamos. ¿Acaso es más justo permitir que un ser humano incapacitado para el bien espiritual elija voluntariamente su condenación?
Imagina que un joven, bajo una fuerte crisis emocional, está por lanzarse de un puente. ¿Sería correcto que simplemente lo observemos y digamos: “Debemos respetar su libertad”? Por el contrario, el amor auténtico interviene, incluso si esa intervención es resistida al inicio. Lo mismo hace Dios con sus escogidos: los rescata contra toda esperanza, los transforma por su Espíritu, y los atrae eficazmente a Cristo.
Dios no viola la voluntad humana; la libera. En la regeneración, el corazón de piedra es reemplazado por un corazón de carne (Ezequiel 36:26). La fe no es producida por la voluntad natural, sino que es un don de Dios (Efesios 2:8–9), otorgado por pura gracia.
Pablo anticipa esta misma objeción en Romanos 9:14: “¿Qué, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios? En ninguna manera.” La elección divina no contradice la justicia de Dios porque a nadie se le niega lo que merece. Todos los seres humanos merecen la condenación por causa del pecado. Si Dios salva a algunos, lo hace por misericordia, no por obligación. Como dice el reformador Juan Calvino: “Dondequiera que se encuentre la misericordia, no se puede hablar de injusticia.”
Dios no está obligado a salvar a nadie. Pero por amor, decidió salvar a muchos, y lo hace soberanamente, según el puro afecto de su voluntad (Efesios 1:4–5). Esa es la maravilla de la gracia.
El pastor y teólogo R.C. Sproul, siguiendo la tradición reformada, advertía que ciertos misterios deben abordarse con reverencia. Cuando pensamos en la soberanía de Dios y la responsabilidad humana, entramos en un terreno donde debemos mantener dos verdades en tensión:
Dios es absolutamente soberano.
El ser humano es responsable de sus decisiones.
Ambas son bíblicas, y si bien no podemos entender plenamente cómo se armonizan, no debemos rechazar ninguna. El teólogo Davi Charles Gomes los llama “conceptos límite”: fronteras que nos protegen del error y nos invitan a la humildad.
Desde una perspectiva reformada, el problema no es que Dios intervenga en la voluntad humana; el problema sería que no lo hiciera. Si Dios no interviniera con su gracia eficaz, estaríamos irremediablemente perdidos.
La buena noticia del evangelio es que Dios rescata lo que está perdido, no espera a que el perdido se encuentre a sí mismo. Su amor no es pasivo, sino poderoso. Su justicia no es arbitraria, sino gloriosamente santa. Y su elección no es injusta, sino la expresión más sublime de su misericordia.
Como escribe el apóstol Pablo: “¿Quién te distingue? ¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Corintios 4:7). La salvación es del Señor, y por eso le damos toda la gloria.
¡Piensa en esto cristiano!
Desde una perspectiva bíblica y reformada, debemos afirmar que el ser humano, caído en Adán, ha perdido no solo su inocencia, sino también su capacidad moral para escoger el bien supremo: a Dios mismo. Según Romanos 3:11–12, "no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios". El hombre natural no solo está incapacitado, sino hostil a Dios (cf. 1 Corintios 2:14; Efesios 2:1–3).
Entonces, si Dios dejara que una persona —moralmente incapacitada y espiritualmente muerta— eligiera libremente su propio destino, ¿sería eso realmente una muestra de justicia o de amor? ¿Puede llamarse justo permitir que alguien en total ceguera espiritual decida ir al infierno, sin una intervención misericordiosa?
Pongamos una analogía: si veo a alguien en medio de una crisis mental dispuesto a saltar de un puente y decido “respetar su libertad”, ¿sería más noble por no intervenir? ¿O sería más justo, más amoroso y más responsable sujetarlo, incluso contra su voluntad, para salvar su vida? El amor no es pasivo; actúa incluso cuando la persona no entiende que necesita ser rescatada.
De igual modo, Dios, en su soberana misericordia, no deja a todos los hombres librados a sí mismos, sino que, por pura gracia, interviene eficazmente en el corazón de aquellos a quienes ha elegido en Cristo desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4–5). Los llama, los regenera, les da fe, y los sostiene hasta el fin. Esto no contradice su justicia, sino que la magnifica: a unos da misericordia inmerecida; a otros, justicia merecida. Pero a nadie se le hace injusticia.
Permitir que una voluntad esclavizada por el pecado “escoja libremente” el camino a la destrucción no exalta ni la justicia ni el amor de Dios. Más bien, muestra una concepción reducida del pecado y una visión antropocéntrica de la libertad. El Dios de la Escritura no es pasivo ante la perdición de los suyos; Él actúa con poder redentor. Como dice Efesios 2:4–5: "Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó… nos dio vida juntamente con Cristo".
El verdadero amor no es el que observa desde lejos, sino el que desciende, rescata y salva. El evangelio no es una oferta bien intencionada a personas neutrales, sino una operación divina sobre corazones muertos. Por eso, decimos que la gracia de Dios es soberana, eficaz y salvadora. Esa es la buena noticia.
Joseph Smith, fundador del mormonismo, fue iniciado en la masonería en marzo de 1842 en Nauvoo, Illinois. Él mismo promovió la creación de una logia masónica en esa ciudad y animó a los líderes mormones a integrarse. Numerosos estudios han demostrado que varios rituales del templo mormón —como la “investidura” (endowment)— reflejan un paralelismo llamativo con los rituales masónicos, incluyendo el uso de prendas rituales, gestos simbólicos y juramentos de secreto.
Michael W. Homer afirma:
“La masonería ha contribuido directamente al ritual del templo mormón”— Joseph's Temples: The Dynamic Relationship between Freemasonry and Mormonism (University of Utah Press, 2014)
Los ritos del templo, introducidos por Smith después de su iniciación masónica, incluyen señales y palabras secretas para pasar de una “sala” a otra, una idea claramente inspirada en los grados masónicos.
Aunque no existe evidencia documental que confirme que Charles T. Russell, fundador del movimiento que dio origen a los Testigos de Jehová, fuera miembro formal de una logia masónica, su uso de símbolos como la pirámide, la cruz y la corona, así como su discurso en 1913 en el que se autodefinió como “masón libre”, han sido interpretados por algunos autores como una muestra de simpatía hacia los ideales masónicos, si no es que en realidad lo haya sido de manera encubierta. Su discurso reza:
“Ahora, soy un masón libre y aceptado. Confío en que todos lo seamos. Pero no al estilo de nuestros hermanos masones. Los verdaderos creyentes bíblicos pueden o no pertenecer a la fraternidad masónica, pero todos son masones del orden más alto, ya que están siendo moldeados, cincelados y pulidos por el Todopoderoso para ser utilizados como piedras vivas en el Templo construido sin manos. Son libres de pecado y, por lo tanto, aceptados por el Dios del Cielo como piedras aptas para el Templo celestial.” (San Francisco, octubre 1913)
Aunque M. James Penton dijo sobre Russell que “Él utilizó el término "masón" simbólicamente.” (Apocalypse Delayed: The Story of Jehovah’s Witnesses University of Toronto Press, 1997) Russell también adoptó un estilo interpretativo esotérico, con cálculos cronológicos para predecir el fin del mundo —práctica que encuentra eco en el simbolismo numerológico típico de círculos esotéricos y sociedades secretas como la masonería.
William Miller no fue masón, pero vivió en una época profundamente permeada por el pensamiento ilustrado y el simbolismo masónico. Su uso del historicismo bíblico para interpretar el Apocalipsis y su énfasis en fechas específicas (como 1843–1844) fueron característicos del método de “lectura de signos” frecuente en círculos esotéricos.
Aunque Miller no adoptó símbolos masónicos, su énfasis en la revelación profética extrabíblica dejó una huella profunda en los grupos que surgieron a partir de su movimiento. Mientras que Ellen G. White, figura clave del adventismo del séptimo día, no solo rechazó todo vínculo con la masonería, sino que en sus escritos denunció abiertamente la pertenencia a organizaciones secretas:
“Los que siguen a Cristo deben mantenerse separados de organizaciones secretas como la masonería.”— Mensajes Selectos, tomo 2, pág. 123
No obstante, su teología se vio influida por una forma de revelación extrabíblica —las visiones proféticas— que fueron consideradas normativas por sus seguidores, generando cuestionamientos sobre la suficiencia de la Escritura.
La relación entre estos movimientos religiosos y la masonería —sea directa, simbólica o cultural— pone de relieve ciertos elementos problemáticos:
Uso de revelación extrabíblica (visiones, cálculos proféticos)
Simbolismo esotérico y rituales secretos
Reconfiguración doctrinal fuera del marco confesional histórico
Desde la perspectiva reformada, tales influencias comprometen la claridad del Evangelio y la suficiencia de la Escritura. El reformador Juan Calvino escribió:
“La verdadera religión no consiste en visiones, ceremonias ni misterios ocultos, sino en conocer a Cristo y su Palabra” (Institución de la Religión Cristiana, I.5.9)
Así, un examen histórico y teológico de estas influencias no solo es legítimo, sino necesario para preservar la pureza del Evangelio frente a innovaciones doctrinales que provienen de tradiciones ajenas a la fe bíblica.
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