Desde una perspectiva bíblica y reformada, debemos afirmar que el ser humano, caído en Adán, ha perdido no solo su inocencia, sino también su capacidad moral para escoger el bien supremo: a Dios mismo. Según Romanos 3:11–12, "no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios". El hombre natural no solo está incapacitado, sino hostil a Dios (cf. 1 Corintios 2:14; Efesios 2:1–3).
Entonces, si Dios dejara que una persona —moralmente incapacitada y espiritualmente muerta— eligiera libremente su propio destino, ¿sería eso realmente una muestra de justicia o de amor? ¿Puede llamarse justo permitir que alguien en total ceguera espiritual decida ir al infierno, sin una intervención misericordiosa?
Pongamos una analogía: si veo a alguien en medio de una crisis mental dispuesto a saltar de un puente y decido “respetar su libertad”, ¿sería más noble por no intervenir? ¿O sería más justo, más amoroso y más responsable sujetarlo, incluso contra su voluntad, para salvar su vida? El amor no es pasivo; actúa incluso cuando la persona no entiende que necesita ser rescatada.
De igual modo, Dios, en su soberana misericordia, no deja a todos los hombres librados a sí mismos, sino que, por pura gracia, interviene eficazmente en el corazón de aquellos a quienes ha elegido en Cristo desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4–5). Los llama, los regenera, les da fe, y los sostiene hasta el fin. Esto no contradice su justicia, sino que la magnifica: a unos da misericordia inmerecida; a otros, justicia merecida. Pero a nadie se le hace injusticia.
Permitir que una voluntad esclavizada por el pecado “escoja libremente” el camino a la destrucción no exalta ni la justicia ni el amor de Dios. Más bien, muestra una concepción reducida del pecado y una visión antropocéntrica de la libertad. El Dios de la Escritura no es pasivo ante la perdición de los suyos; Él actúa con poder redentor. Como dice Efesios 2:4–5: "Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó… nos dio vida juntamente con Cristo".
El verdadero amor no es el que observa desde lejos, sino el que desciende, rescata y salva. El evangelio no es una oferta bien intencionada a personas neutrales, sino una operación divina sobre corazones muertos. Por eso, decimos que la gracia de Dios es soberana, eficaz y salvadora. Esa es la buena noticia.
0 comentarios:
Publicar un comentario