martes, 7 de octubre de 2025

Romanos 11: Dos árboles, dos raíces, dos planes




El dispensacionalista abre Romanos 11 y ve lo que no está: dos árboles, dos raíces, dos planes. Es como leer Efesios 2 y concluir que el muro de separación todavía está en pie. Pero Pablo, guiado por el Espíritu, no describe una dualidad de pueblos, sino la unidad del propósito redentor de Dios.

El olivo cultivado no es un símbolo nacionalista, sino pactual. Representa la continuidad del pueblo de Dios a lo largo de la historia: primero Israel según la carne, luego Israel según el Espíritu. Las ramas naturales —algunos judíos incrédulos— fueron desgajadas por su incredulidad; las ramas silvestres —los gentiles creyentes— fueron injertadas por la fe. Pero ambos comparten la misma raíz, el mismo pacto de gracia, el mismo Redentor.

R.C. Sproul lo diría así: “Dios no tiene dos pueblos escogidos, sino un solo pueblo con dos etapas en la historia de la redención.” La Escritura no enseña dos programas paralelos —uno terrenal para Israel y otro celestial para la Iglesia—, sino un solo plan eterno, que culmina en Cristo, el verdadero Israel de Dios.

El dispensacionalismo ve en Romanos 11 una restauración política; Pablo ve una reconciliación espiritual. Ve fronteras, pero Pablo ve un cuerpo. Ve naciones, pero Pablo ve un nuevo hombre en Cristo Jesús.

Efesios 2 lo confirma con contundencia: Cristo derribó la pared intermedia de separación, haciendo de ambos pueblos uno solo, creando en sí mismo una nueva humanidad, reconciliada con Dios por medio de la cruz (Ef 2:14–16). Volver a levantar ese muro —aunque sea con buenas intenciones teológicas— es traicionar el evangelio de la gracia.

El olivo no tiene ramas de primera y segunda categoría. La savia que las sostiene es la misma: la justicia imputada de Cristo. Si un gentil cree, vive por la fe; si un judío cree, también vive por la fe. Ambos son sostenidos por la misma raíz de gracia.

Dios no está redactando dos historias con distintos finales; está contando una sola historia redentora que comienza con Abraham y termina con el Cordero entronizado.

Por eso, cuando alguien insiste en dividir lo que Cristo ya unió, debemos recordar:

No hay dos árboles, ni dos pueblos, ni dos evangelios.
Hay un solo Olivo, un solo Salvador, una sola fe y un solo Reino.

Y ese Reino no pertenece a Jerusalén terrenal, sino al Rey eterno, que reina sobre un pueblo comprado con sangre —de judíos y gentiles— para gloria de su nombre por los siglos de los siglos.


¡Piensa en esto cristiano!

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