Uno de los debates más sensibles en la teología contemporánea gira en torno a la relación entre Israel, la Iglesia y las promesas del pacto. En particular, el llamado sionismo cristiano sostiene que el Israel étnico contemporáneo continúa siendo, en sentido teológico y redentor, el pueblo del pacto de Dios, con un rol profético distinto y paralelo al de la Iglesia. Desde una perspectiva reformada clásica, esta afirmación requiere una evaluación bíblica cuidadosa.
1. La identidad del pueblo de Dios según el Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento redefine consistentemente la identidad del pueblo de Dios en términos cristológicos y pactuales, no étnicos. El apóstol Pablo es explícito al afirmar:
“Sabed, por tanto, que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham” (Gálatas 3:7).
Aquí, la filiación abrahámica se establece sobre la base de la fe, no de la descendencia biológica. De manera similar, Pablo sostiene que la verdadera identidad judía es interior y espiritual:
“No es judío el que lo es exteriormente… sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, por el Espíritu” (Romanos 2:28–29).
Estos textos no eliminan la realidad histórica de Israel como nación, pero sí niegan que la consanguinidad étnica, por sí sola, otorgue estatus pactual o salvífico bajo el Nuevo Pacto.
2. El “Israel de Dios” y la nueva creación
En Gálatas 6:15–16, Pablo afirma que lo decisivo ante Dios no es la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva creación, y aplica esta regla al “Israel de Dios”. La mayoría de la tradición reformada ha entendido esta expresión como una referencia a la comunidad del Nuevo Pacto, compuesta por judíos y gentiles unidos en Cristo.
Desde esta perspectiva, la Iglesia no es un “plan alternativo” ni un paréntesis en la historia de la redención, sino el cumplimiento orgánico de las promesas hechas a Abraham, tal como Pablo desarrolla extensamente en Gálatas 3 y Romanos 4.
3. Romanos 9–11: continuidad, juicio y esperanza
Una teología reformada equilibrada no puede ignorar Romanos 9–11. Pablo reconoce con dolor la incredulidad mayoritaria de Israel según la carne (Rom 9:1–5), afirma que no todos los descendientes físicos son el Israel verdadero (Rom 9:6), y declara que Israel tropezó por buscar la justicia por obras y no por fe (Rom 10).
Sin embargo, Pablo también niega que Dios haya desechado a su pueblo de manera absoluta (Rom 11:1) y anticipa una futura obra de gracia entre judíos, entendida no como la restauración de un privilegio étnico independiente, sino como su injerto nuevamente en el mismo olivo, que es Cristo (Rom 11:17–24).
Así, Romanos 11 no enseña dos pueblos de Dios ni dos programas redentores, sino una sola raíz, un solo pacto y un solo Salvador.
4. Apocalipsis y el lenguaje polémico
Los textos de Apocalipsis 2:9 y 3:9, que hablan de quienes “se dicen ser judíos y no lo son”, deben leerse en su contexto histórico y pastoral del siglo I, donde ciertas autoridades judías perseguían activamente a la Iglesia. Estas expresiones no autorizan una condena indiscriminada del judaísmo como fenómeno histórico posterior, sino que denuncian una pretensión religiosa que rechaza al Mesías y persigue a su pueblo.
Una lectura responsable distingue entre crítica teológica y desprecio étnico o cultural, algo que la tradición reformada ha procurado mantener.
5. Evaluación del sionismo cristiano
Desde esta base bíblica, el sionismo cristiano resulta problemático porque:
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Reintroduce una distinción pactual que el Nuevo Testamento ha superado en Cristo.
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Otorga significado redentor a categorías nacionales y políticas que el Evangelio no sacraliza.
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Oscurece la suficiencia de Cristo como cumplimiento final de la Ley, el Templo y el Sacerdocio.
El Nuevo Testamento no apunta a un retorno a las sombras del Antiguo Pacto, sino a la realidad plena inaugurada en Cristo y consumada en su venida final.
Conclusión
Desde una perspectiva reformada, el verdadero Israel de Dios está constituido por todos aquellos —judíos y gentiles— que han sido unidos a Cristo por la fe. El rechazo del sionismo cristiano no implica hostilidad hacia el pueblo judío, sino fidelidad a la enseñanza apostólica de que “no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).
La Iglesia no sustituye arbitrariamente a Israel; más bien, Israel alcanza su plenitud en Cristo, y fuera de Él no existe continuidad pactual salvífica. Esta convicción no nos conduce al desprecio, sino a la proclamación humilde y perseverante del Evangelio “al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16).
¡Piensa en esto cristiano!


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