¿Orar por la paz de Jerusalén? Una perspectiva reformada
A menudo, cuando uno no abraza el dispensacionalismo, el sionismo cristiano o el “pro-Israelismo” militante, de inmediato es acusado de sostener la llamada teología del reemplazo o, peor aún, de antisemitismo. Nada más lejos de la verdad. Los cristianos bíblicos no promovemos odio ni violencia; no somos aliados de grupos terroristas. Nuestra fe nos lleva a orar por la paz —no solo de Israel— sino de todas las naciones: Arabia Saudita, India, China, Corea del Norte, Venezuela y, sí, también el moderno Estado de Israel.
Jesús nos enseñó a orar: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.” La paz verdadera no es simplemente ausencia de guerra, sino reconciliación con Dios en Cristo. Esa es la paz que anhelamos para todas las naciones, porque sin reconciliación no hay paz duradera.
El Salmo 122 y su contexto
Muchos toman el Salmo 122:6 (“Orad por la paz de Jerusalén”) como un mandato universal y eterno, e incluso como una fórmula de prosperidad. Pero el contexto histórico muestra otra cosa.
Los Salmos 120–134 son “cánticos de ascenso”, usados por los peregrinos que subían a Jerusalén en las fiestas anuales. El salmista se gozaba en la ciudad santa porque allí estaba el Templo, la gloria de Dios, el trono davídico y el centro del culto. Jerusalén era símbolo del pueblo del pacto, de la presencia de Dios y de la esperanza mesiánica.
Kenneth Gentry ha señalado repetidamente que debemos leer estos textos en su contexto de la antigua economía pactual. La Jerusalén física cumplió un papel tipológico que halló su clímax en Cristo y en la destrucción del año 70 d.C. El centro de la fe ya no es un templo de piedra ni una geografía en Palestina; es Cristo resucitado y su cuerpo, la Iglesia.
La paz como don del nuevo pacto
Albert Barnes explica que la palabra hebrea shalvah en este salmo evoca tranquilidad y reposo, no prosperidad material automática. Y el Nuevo Testamento mismo desplaza el eje: ahora la “Jerusalén de arriba” es la madre de todos los creyentes (Gál 4:26). El pueblo de Dios ya no se circunscribe a una nación étnica, sino que se extiende a todas las tribus y lenguas (Ap 5:9).
Por eso, como bien recuerda Gentry, los pasajes proféticos sobre Sión encuentran su cumplimiento en la Iglesia, no en la geopolítica moderna. La verdadera paz de Jerusalén es la paz de la nueva Jerusalén, la comunidad de los redimidos.
Aplicación hoy
¿Podemos orar por Jerusalén? Claro que sí, como oramos por Lima, Damasco o Pekín. Pero no como un mandato perpetuo del Salmo 122 ni esperando prosperidad a cambio. Lo que debemos pedir sobre todas las cosas es que las naciones conozcan la paz de Dios en Cristo.
La Iglesia es ahora la Ciudad de Paz:
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Dios ha puesto su nombre en ella.
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Allí se vive la alabanza y el culto verdadero.
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Allí gobierna Cristo, el Hijo de David, en su trono celestial.
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Allí mora su gloria y se proclama su justicia.
 
Así, orar por la paz de Jerusalén hoy significa orar por la paz de la Iglesia, por la unidad de los creyentes, por el avance del evangelio y por la salvación de los perdidos en todas las naciones.
Cierre pastoral
Dios no nos llama a fetichizar una bandera ni a sacralizar una geografía, sino a proclamar al Mesías que ya ha venido. El mandato no es que “miremos a Jerusalén terrenal”, sino que fijemos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe.
Por eso, como reformados, no negamos la historia de Israel ni la importancia de Jerusalén en la redención. Lo que afirmamos es su cumplimiento en Cristo y su Iglesia. La paz que pedimos es la paz que fluye de la cruz: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5:1).
Esa es la oración más urgente: que cada ciudad, cada pueblo y cada corazón halle paz en Cristo. Porque fuera de Él, ninguna Jerusalén puede estar en paz.
¡Gracia y paz!


Amén
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