sábado, 8 de julio de 2017

Manifiesto de los Derechos de Dios




Una afirmación de la soberanía divina desde una perspectiva reformada

La teología reformada sostiene que Dios no necesita del permiso del hombre para ejercer su soberana voluntad. Como Creador y Sustentador de todas las cosas, tiene derecho sobre la vida, la muerte, el tiempo, la eternidad y sobre cada criatura que ha formado. Estos “derechos” no son otorgados por la criatura, sino que fluyen de su misma naturaleza como Dios. A continuación, presentamos una formulación doctrinal resumida, basada en la Escritura y reforzada con citas de autores reformados.

Artículo I

Dios tiene el derecho de permanecer en silencio.

Job 30:20 — “Te digo mis lamentos, y no me respondes, me pongo de pie, y te quedas observándome.”

Isaías 8:17 — “Esperaré a Jehová, el cual escondió su rostro de la casa de Jacob, y en él confiaré.”

Reflexión

Job clama, pero Dios guarda silencio. En su providencia, el Señor no responde de inmediato, enseñándonos que el silencio divino no implica ausencia, sino que forma parte de su sabiduría incomprensible. Juan Calvino señaló: “El silencio de Dios debe llevarnos a mayor humildad, no a desesperación, porque Él obra incluso en el silencio”.

Hay momentos en la vida cristiana en que el cielo parece de bronce. Oramos, suplicamos, lloramos... y no hay respuesta. Como Job, nos sentimos expuestos, afligidos y aparentemente ignorados. Como Isaías, vivimos bajo el rostro escondido de Dios. Pero es precisamente en esos momentos cuando necesitamos recordar una gran verdad bíblica y pastoral: Dios tiene el derecho de guardar silencio, y aun en su silencio, Él sigue obrando con sabiduría perfecta.

La teología reformada —como bien lo expresó Juan Calvino— nos enseña que el silencio de Dios no es abandono, sino pedagogía. No es indiferencia, sino disciplina amorosa. No es inactividad, sino sabiduría encubierta. Dios es soberano, y su trato con nosotros no se rige por nuestra ansiedad o apuro, sino por su plan eterno y perfecto.

Cuando Dios calla, está moldeando nuestro corazón. Está enseñándonos a esperar con fe, a depender no de lo que vemos o sentimos, sino de lo que Él ha revelado en su Palabra. El silencio nos humilla, porque nos recuerda que no somos el centro de la historia; lo es Dios. Como Isaías, debemos aprender a esperar, incluso cuando el rostro de Dios parece escondido.

Este tipo de prueba puede ser una de las más difíciles para el creyente. Pero también es una de las más santificantes. En el silencio, Dios despoja nuestra fe de todo lo superficial. Nos enseña a confiar no por lo que sentimos, sino por lo que sabemos: que Él es bueno, fiel y verdadero, aun cuando no hable.

Aplicaciones pastorales:

  1. No interpretes el silencio de Dios como abandono. El Padre que te salvó en Cristo no se ha olvidado de ti (Isaías 49:15–16).

  2. Permite que el silencio te lleve a una fe más profunda. Como dijo Calvino, que no te empuje a la desesperación, sino a la humildad.

  3. Confía en la Palabra, aun cuando no escuches una voz. Dios ya ha hablado en su Hijo (Hebreos 1:1–2). Su silencio no borra su fidelidad revelada.

Artículo II

Dios tiene el derecho de dar y quitar según su voluntad soberana.

Job 1:21 — “Y dijo: ¡Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá! Jehová dio y Jehová quitó; ¡bendito sea el nombre de Jehová!”

Reflexión

Estas palabras de Job no solo reflejan una profunda fe, sino una visión teológica clara y bíblica de la vida: Dios es soberano sobre todo lo que tenemos y todo lo que perdemos. Nada escapa de su mano. Cuando Job perdió sus bienes, sus hijos y su salud, no culpó al azar ni a Satanás; reconoció que, en última instancia, todo había pasado por el filtro de la providencia divina.

La teología reformada enseña que Dios gobierna cada aspecto de su creación, desde los eventos cósmicos hasta los detalles más íntimos de nuestra vida. Como escribió A.W. Pink: “Dios no abdica su trono ni por un momento.” Satanás puede actuar, pero solo dentro de los límites que Dios permite. Como reafirmó R.C. Sproul: “No hay una sola partícula en el universo que esté fuera del control de Dios.”

Aceptar esta verdad no es fácil, especialmente cuando lo que Dios quita nos duele profundamente. Pero es en esos momentos cuando la fe madura. Job adoró en medio del duelo porque sabía que todo lo que tenía era un regalo, no un derecho. Su respuesta no fue resentimiento, sino reverencia. Él sabía que Dios sigue siendo digno de alabanza, no solo cuando da, sino también cuando quita.

La providencia de Dios no significa que siempre entenderemos el "por qué", pero sí nos asegura el "quién": un Dios bueno, sabio y soberano que tiene propósitos más altos que los nuestros. El corazón rendido como el de Job es aquel que dice: “Señor, no me debes nada, pero me lo diste todo. Bendito seas, incluso en la pérdida.”

Aplicaciones pastorales:

  1. Reconoce que todo lo que posees es prestado por Dios. La vida, la salud, la familia, los bienes... todo proviene de su gracia.

  2. Confía en la soberanía de Dios incluso cuando no entiendas sus caminos. Lo que Él permite, lo hace con un propósito que trasciende tu comprensión.

  3. Adora a Dios no solo por lo que da, sino por quien Él es. La verdadera fe se muestra cuando bendecimos su nombre en medio del quebranto.

Artículo III

Dios tiene el derecho de crear individuos con defectos físicos sin tener que justificar sus designios.

Éxodo 4:11 — “¿Quién dio la boca al hombre? ¿O quién hizo al mudo, al sordo, al que ve, y al ciego? ¿No soy yo Jehová?”

Reflexión 

Esta afirmación contundente destruye cualquier teología que niegue la soberanía de Dios sobre la vida biológica. Las discapacidades no son accidentes cósmicos, sino parte de su decreto. John Piper comenta: “Dios tiene propósitos gloriosos aún en los nacimientos más difíciles. La aflicción física es una plataforma para mostrar su poder”.

Estas palabras que Dios le dirige a Moisés en un momento de inseguridad y objeción nos confrontan con una verdad poderosa: el Señor es soberano incluso sobre aquello que consideramos limitaciones físicas. Las discapacidades, los defectos congénitos, las condiciones que en nuestra perspectiva humana parecen errores o tragedias, no escapan del plan eterno y perfecto de Dios.

Vivimos en una cultura que idolatra la perfección física, que rechaza el sufrimiento y que muchas veces ve las deficiencias corporales como fracasos médicos o biológicos. Pero el Dios de la Biblia no se somete a nuestros estándares. Él no necesita justificar sus designios ante sus criaturas. Él es Creador, y como tal, tiene el derecho de formar cada vida según su propósito eterno.

Dios no se equivocó al crear al ciego, al mudo o al cojo. Su soberanía se extiende al cuerpo humano, a cada célula, a cada cromosoma. Como afirma John Piper: “Dios tiene propósitos gloriosos aún en los nacimientos más difíciles.” La aflicción física no es un estorbo para su gloria, sino una plataforma para mostrar su poder, su gracia y su compasión.

Jesús mismo enseñó esta verdad cuando dijo respecto al ciego de nacimiento: “No es que pecó él, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Juan 9:3). Esas palabras rompen con cualquier visión fatalista o meramente biológica de la discapacidad. Las vidas con limitaciones físicas no son menos valiosas, ni menos usadas por Dios.

Aplicaciones pastorales:

  1. Afirma la dignidad y propósito de cada persona, sin importar su condición física. Todos somos creados a imagen de Dios, y cada vida tiene un propósito divino.

  2. Abandona la necesidad de explicar el sufrimiento físico como castigo o accidente. Dios es soberano, sabio y bueno, incluso cuando no entendemos sus caminos.

  3. Proclama el poder de Dios que se perfecciona en la debilidad. A través de la fragilidad humana, la gracia de Dios se hace más visible.

Artículo IV

Dios tiene el derecho de enfermar o quitar la vida incluso de inocentes, conforme a su sabiduría.
Texto bíblico: 2 Samuel 12:15-18 – El niño de David enferma y muere.

Reflexión

Hay momentos en la vida en los que el dolor nos asfixia y las preguntas parecen no tener respuestas. Uno de los episodios más desgarradores de la Biblia se encuentra en 2 Samuel 12:15–18, donde se nos dice que el niño concebido por David y Betsabé enfermó gravemente y murió. No por culpa del niño, sino como parte del justo juicio de Dios sobre David. Humanamente, nos cuesta aceptar que un niño inocente sufra por el pecado de otro. Pero este relato no nos invita a desconfiar del carácter de Dios, sino a mirar con humildad y reverencia su soberanía.

La Escritura no oculta estas realidades duras. Y no lo hace para golpearnos con frialdad, sino para recordarnos que Dios es Dios, y nosotros no lo somos. Como declara Charles Hodge: “El decreto divino no es suspendido ante la inocencia de la víctima; su propósito es siempre supremo y santo.” Dios no necesita justificar sus decisiones ante nosotros, pues sus caminos son más altos que los nuestros (Isaías 55:8-9). Lo que para nosotros es tragedia inexplicable, para Él es parte de un plan eterno que busca su gloria y nuestro bien.

David, aunque clamó con ayuno y lágrimas, se levantó en cuanto supo que el niño había muerto. No se rebeló. No se hundió en el cinismo. Simplemente adoró. (2 Samuel 12:20). ¿Por qué? Porque entendía que Dios tiene el derecho soberano de dar y de quitar. La vida no es nuestra. Los hijos no son nuestros. Todo lo que tenemos viene de Él y, por tanto, Él puede disponer de ello conforme a su sabiduría.

La muerte de aquel niño también nos señala a otro niño: al Hijo eterno de Dios, quien siendo absolutamente inocente, fue entregado por voluntad del Padre para cargar con los pecados de otros. La cruz es el mayor recordatorio de que el sufrimiento de un inocente puede ser parte del plan más glorioso que jamás haya existido.

Como enseñó R. C. Sproul: “La disciplina de Dios, aunque dolorosa, es una expresión de su amor paternal.” Cuando Dios permite aflicciones —incluso la muerte— no lo hace con crueldad ni indiferencia, sino con la sabiduría de un Padre que está formando en nosotros una gloria eterna que pesa más que cualquier sufrimiento presente (2 Corintios 4:17).

Pastoralmente, esto nos lleva a confiar. A rendirnos. A llorar, sí, pero con esperanza. Porque aunque no siempre entendamos por qué Dios permite lo que permite, sabemos que Él es justo, sabio y bueno. Y en Cristo, incluso la muerte se convierte en instrumento de vida.

“Jehová dio, y Jehová quitó; bendito sea el nombre de Jehová.” (Job 1:21)

Artículo V

Dios tiene el derecho de traer calamidades sobre naciones enteras según su voluntad.
Textos: Éxodo 12:29-30 (muerte de primogénitos), Isaías 45:7 – “Yo hago la paz, y creo el mal.”

Reflexión

Vivimos en una época en la que se prefiere hablar de un Dios que consuela, pero no que corrige; que bendice, pero no que juzga. Sin embargo, las Escrituras revelan a un Dios que es tan justo como misericordioso, tan santo como compasivo. Negar cualquiera de esos atributos es construir un ídolo.

En Éxodo 12:29–30 se nos narra una noche espantosa: Dios hirió a todos los primogénitos de Egipto, desde el heredero del trono hasta el hijo del esclavo. Una nación entera fue sacudida por la mano del Todopoderoso. Y en Isaías 45:7, Dios dice de sí mismo: “Yo formo la luz y creo las tinieblas, hago la paz y creo el mal (la calamidad). Yo Jehová soy el que hago todo esto.” No se trata de un accidente, ni de una fuerza impersonal. Es Dios quien gobierna incluso sobre los momentos más oscuros de la historia.

Alguien podría preguntarse: ¿Cómo puede un Dios de amor enviar calamidad sobre pueblos enteros? La respuesta pastoral no es minimizar el dolor, sino afirmar la grandeza y santidad de Dios. Como escribió A. W. Pink: “El juicio nacional es parte del balance de su reino, y no puede separarse de su santidad.” Dios no es injusto cuando actúa contra el pecado colectivo de una nación. Al contrario, sería injusto si permaneciera indiferente.

Cuando Dios trae juicio a una nación —como a Egipto, a Israel, o a cualquier pueblo en la historia— lo hace con la autoridad de un Rey soberano y con la justicia de un Juez perfecto. Él conoce la corrupción estructural, la idolatría oficial, la sangre derramada, los corazones rebeldes. Su paciencia puede ser larga, pero no es infinita. Jonathan Edwards lo expresó así: “El escatológico Dios, que da salvación, también es juez sobre el mundo.” Él no sólo salva individuos; también gobierna la historia de pueblos y reinos.

¿Qué debe producir esto en nosotros, como iglesia? Temor reverente, humildad nacional y esperanza teológica.

  • Temor reverente, porque Dios no hace acepción de personas ni de pueblos. Si juzgó a Egipto, a Babilonia, a Israel, ¿por qué no habría de juzgar nuestras naciones si nos alejamos de sus caminos?

  • Humildad nacional, porque no podemos asumir que somos intocables. Las calamidades —guerras, pandemias, crisis económicas, convulsiones sociales— no escapan del plan de Dios. Son, muchas veces, llamados al arrepentimiento colectivo.

  • Esperanza teológica, porque el mismo Dios que sacudió Egipto preservó a su pueblo bajo la sangre del cordero. En medio del juicio, hay redención para los que se refugian en Cristo. Él es nuestro refugio eterno (Salmo 46:1–2).

No debemos tenerle miedo al juicio divino si estamos cubiertos por la justicia de Cristo. Pero sí debemos anunciar, con fidelidad y compasión, que Dios no dejará impune el pecado colectivo de una nación, y que el tiempo de volverse a Él es ahora.

Como iglesia, estamos llamados a interceder por nuestras ciudades y naciones, como lo hizo Abraham por Sodoma, como lo hizo Moisés por Israel, como lo hizo Jesús por Jerusalén. Porque aunque Dios tiene el derecho de traer calamidad, también se deleita en mostrar misericordia a quienes se arrepienten.

Artículo VI

Dios tiene el derecho de elevar a impíos a líderes para cumplir su propósito.
Textos: Daniel 4:17; Juan 19:10-11.

Reflexión

Uno de los aspectos más inquietantes —y a la vez más reconfortantes— de la soberanía de Dios es que Él tiene el derecho de colocar en autoridad incluso a los más impíos para cumplir sus propósitos eternos. Esto no significa que Dios apruebe la maldad, sino que Él es tan soberano que incluso usa la maldad sin ser el autor del mal.

En Daniel 4:17, el profeta declara: “El Altísimo gobierna el reino de los hombres, y que a quien él quiere lo da, y constituye sobre él al más bajo de los hombres.” Nabucodonosor aprendió por experiencia que su trono no era suyo por mérito, sino por designio divino. Del mismo modo, cuando Jesús está frente a Pilato en Juan 19:10–11, y este se jacta de su autoridad, el Señor responde con serena firmeza: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba.”

Estas palabras destruyen la idea de que los gobiernos están completamente en manos de los hombres. Dios está detrás de cada ascenso y caída, incluso cuando los tronos están ocupados por impíos. John Owen lo dijo claramente: “Dios gobierna las naciones mediante reyes impíos, ejecutando sus decretos inquebrantables.” Y como R. C. Sproul observó: “Ningún poder se esboza fuera de la voluntad divina.”

Esto es importante para el creyente por tres razones:

1. Nos libra de la desesperación política

En un mundo agitado por elecciones, conflictos de poder y líderes corruptos, es fácil caer en la desesperanza. Pero recordar que Dios sigue entronado —incluso cuando los impíos gobiernan— nos permite tener una paz que trasciende las coyunturas. Él no ha perdido el control. Cada decreto, cada ley, incluso los errores de los poderosos, forman parte del tablero que Dios mueve con sabiduría infalible.

2. Nos llama a confiar más en el Reino de Dios que en los reinos humanos

Si Dios puede levantar a Faraón, a Nabucodonosor, a Pilato y a otros como instrumentos para sus fines, ¿por qué nos inquietamos tanto cuando el poder terrenal parece oponerse al Reino? El apóstol Pablo fue claro: “No hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1). Nuestro llamado no es desesperar, sino discernir, obedecer la verdad, y seguir siendo luz, aun bajo gobiernos impíos.

3. Nos enseña que Dios escribe recto con líneas torcidas

El mayor ejemplo de esto es la cruz. Fue bajo un gobernador pagano, Pilato, y con el apoyo de autoridades religiosas corruptas, que se ejecutó el plan más glorioso de la historia: la redención del mundo por medio de Cristo. Los impíos actuaron con maldad, pero Dios utilizó su maldad para nuestra salvación. Como dijo Pedro en Hechos 2:23: “...entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios...”

No temamos cuando vemos que los impíos ascienden al poder. No idolatremos la política ni nos desconectemos de la realidad. Más bien, vivamos con discernimiento, orando por nuestros gobernantes (1 Timoteo 2:1–2), denunciando el pecado, y proclamando que el verdadero Rey sigue sentado en su trono. El propósito de Dios es invencible, y si levantó a líderes impíos ayer, es porque aún hoy se glorifica ejecutando su voluntad soberana mediante instrumentos inesperados.

“Jehová reina; regocíjese la tierra” (Salmo 97:1).

Artículo VII

Dios tiene el derecho de disciplinar a sus hijos según le plazca.
Textos: Hebreos 12:10-11; Apocalipsis 3:19.

Reflexión

Vivimos en una cultura que rechaza casi instintivamente toda forma de corrección. Disciplinar, en nuestros días, es visto muchas veces como abuso; reprender, como intolerancia; y sufrir consecuencias, como una injusticia. Pero el evangelio nos revela que el Dios que nos ama también nos disciplina, y que esta disciplina es evidencia de que realmente le pertenecemos.

Hebreos 12:10-11 nos recuerda que nuestros padres terrenales nos disciplinaban según su mejor entendimiento, pero Dios lo hace para nuestro bien, "para que participemos de su santidad". Es decir, su corrección no es arbitraria ni caprichosa, sino profundamente redentora. Nos forma, nos pule, nos separa del pecado y nos lleva más cerca del carácter de Cristo.

Apocalipsis 3:19 es aún más directo: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete.” El amor de Dios no es indiferente ni permisivo. Es un amor que se compromete con nuestro crecimiento espiritual, que no nos abandona en nuestra inmadurez ni consiente nuestras autodestrucciones. A través de la disciplina, Él moldea hijos obedientes y confiados.

Como enseña la Confesión de Fe de Westminster, el castigo de Dios no es venganza sino “instrucción paternal”. Él no actúa como un juez castigando a un criminal, sino como un Padre corrigiendo a un hijo que ama. R. C. Sproul lo expresó con claridad: “No somos condenados; somos corregidos.”

Hermano, si hoy atraviesas una temporada difícil, no la interpretes de inmediato como abandono divino. Examínate, sí, pero también confía. Puede que estés en la escuela del Padre celestial, quien te está formando para algo mayor, para una vida más santa, más profunda, más conforme a su Hijo.

No endurezcamos el corazón en medio de la corrección. No nos cansemos ni nos desanimemos. Aceptemos la disciplina con humildad, sabiendo que detrás de cada dolor hay un propósito, y detrás de cada propósito hay un Dios sabio y amoroso que no se cansa de enseñarnos a ser sus verdaderos hijos.

“Después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (Hebreos 12:11).

Artículo VIII

Dios tiene el derecho de responder "no" a las oraciones. 

Textos: Deuteronomio 3:23-26; 2 Corintios 12:7-9

Reflexión

Vivimos en una época donde muchos entienden a Dios como un mayordomo celestial cuya función es conceder nuestros deseos. Pero la Escritura presenta una imagen mucho más profunda: la de un Padre sabio, soberano y bueno, que conoce perfectamente qué nos conviene… incluso cuando eso significa decirnos “no”.

Moisés, el gran siervo de Dios, rogó fervientemente entrar en la Tierra Prometida (Deuteronomio 3:23–26), pero el Señor le respondió: “No me hables más de este asunto.” Pablo, el apóstol de los gentiles, suplicó que le fuera quitado su aguijón en la carne (2 Corintios 12:7–9), y Dios le dijo: “Bástate mi gracia.” En ambos casos, no hubo falta de fe. Hubo oración sincera… y una negativa divina.

¿Por qué? Porque Dios no responde en función de nuestra insistencia, sino conforme a su perfecta sabiduría y eterno propósito. Como afirmó A. W. Pink: “Dios responde más con su sabiduría que con síes a nuestra oración.” A veces, lo que pedimos con lágrimas no es lo que más necesitamos. A veces, el “no” de Dios es un muro que evita un precipicio, o una puerta cerrada que nos redirige al verdadero camino de vida.

Cuando Dios responde “no”, no está rechazando a su hijo, sino reafirmando que su gracia basta, que su poder se perfecciona en nuestra debilidad, y que su voluntad es infinitamente mejor que la nuestra. El “no” de Dios no es un castigo, es un acto de soberano amor. Es la voz de un Padre que, aunque no siempre concede lo que pedimos, jamás deja de darnos lo que necesitamos. Generalmente un hijo sabe lo que quiere, pero su padre sabe lo que realmente necesita.

Si has orado y no has recibido lo que esperabas, no te desalientes. Tal vez el “no” que tanto temías es la forma más clara en que Dios te está diciendo: “Confía en mí. Yo sé lo que hago.” Y esa es, sin duda, una de las respuestas más poderosas que podemos recibir.

Artículo IX

Dios tiene el derecho de exigir lealtad plena sin “recompensa” a cambio. 

Texto: Génesis 22:1-2 (Abraán e Isaac). 

Reflexión

En un mundo donde todo parece medirse en términos de recompensas, beneficios y resultados inmediatos, la fe verdadera brilla como un testimonio radical de confianza en Dios por quien Él es, no por lo que da. Génesis 22:1–2 nos presenta una escena estremecedora: Dios le pide a Abraham lo impensable —su hijo Isaac, el hijo de la promesa. No hubo promesa explícita de recompensa. Solo una orden. Solo un altar.

Abraham obedeció, no porque esperaba bendiciones a cambio, sino porque conocía al Dios que manda. Él no sabía que Dios detendría su mano en el último momento. Lo que sí sabía era que el Señor que le había dado ese hijo era digno de absoluta confianza, incluso si no volvía a tenerlo. Por eso Calvino afirmaba con contundencia: “Obedecer es mejor que sacrificar.”

Esta historia nos confronta profundamente. ¿Estaríamos dispuestos a seguir a Dios si no obtuviéramos nada en esta vida a cambio? ¿Seguiríamos sirviendo si Él nos quitara aquello que más amamos? ¿Le diríamos “sí” si no hay garantía de triunfo, salud o éxito?

Dios tiene el derecho de pedirlo todo, incluso sin darnos explicaciones. Porque Él es Dios. Y nuestra lealtad, si es auténtica, no depende de sus dádivas, sino de su dignidad. La fe de Abraham nos enseña que el verdadero creyente no necesita incentivos visibles para obedecer; le basta con saber que Dios lo ha hablado.

Hoy más que nunca necesitamos una fe que no esté condicionada por los favores que esperamos, sino cimentada en la verdad eterna de que Dios es digno, santo y soberano. Que nuestras rodillas se doblen, no por miedo al castigo o ansias de premio, sino por reverencia a su gloria. Porque seguirle, aun sin recompensa visible, es la mayor expresión de amor y fidelidad que un hijo puede dar a su Padre celestial.

Artículo X

Dios tiene el derecho de rechazar el culto mezquino y desordenado. 

Textos: Isaías 1:11-15; 1 Corintios 14:33,40

Reflexión: Una de las advertencias más solemnes de la Escritura es que no todo culto es agradable a Dios. No todo lo que se hace en su nombre es aceptado por Él. En Isaías 1:11–15, Dios mismo declara que está hastiado de sacrificios y asambleas religiosas… porque, aunque eran abundantes y vistosas, carecían de sinceridad y pureza interior. Sus manos estaban llenas de sangre, su adoración estaba contaminada por una vida que no reflejaba arrepentimiento ni justicia.

Del mismo modo, en 1 Corintios 14:33,40 el apóstol Pablo exhorta a la iglesia de Corinto a que su adoración no se convierta en un espectáculo caótico. La presencia de Dios no habita en el desorden, sino en la reverencia. Como bien afirmaba Martyn Lloyd-Jones: “La adoración sincera se basa en un corazón reverente y no en el mero ritual.”

Dios tiene el derecho —y el celo— de rechazar cualquier forma de culto que lo deshonre, aunque esté lleno de palabras correctas o emociones intensas. Él busca adoradores que le adoren en espíritu y en verdad (Juan 4:24), no aquellos que simplemente cumplen con una forma externa mientras su corazón está lejos de Él (Marcos 7:6).

Por eso, como pastores y creyentes, debemos cuidar tanto la teología como la actitud con la que nos acercamos a Dios. Un culto que exalta al hombre, que se centra en el espectáculo, en la emoción desbordada o en el desorden litúrgico, por más “impactante” que parezca, no es necesariamente agradable al Señor. Así como un culto rígido, frío y sin vida tampoco lo es.

La adoración verdadera es una respuesta humilde, ordenada, reverente y gozosa ante la majestad de un Dios tres veces santo. Es el fruto de un corazón que ha sido transformado por el evangelio y que se deleita en honrar a su Señor, no en impresionar a los hombres.

Que nuestras iglesias sean lugares donde Dios se sienta honrado y no ofendido. Donde el culto no sea una rutina vacía ni un espectáculo emocional, sino una expresión sincera de temor reverente, amor obediente y adoración centrada en Cristo. Porque, al final, no es el volumen, ni el número de asistentes, ni la creatividad de la liturgia lo que cuenta, sino si Dios mismo está agradado con nuestra ofrenda.

Artículo XI

Dios tiene el derecho de endurecer corazones según su propósito. 

Texto: Romanos 9:18

Reflexión

En medio de una cultura que valora la autonomía humana por encima de todo, la idea de que Dios tenga derecho a endurecer corazones puede parecer escandalosa. Sin embargo, esta es una verdad revelada con claridad en la Escritura. Romanos 9:18 lo afirma sin rodeos: “De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece.”

Este versículo no es una excusa para el fatalismo ni una licencia para acusar a Dios de injusticia. Al contrario, es una declaración poderosa de su soberanía absoluta sobre el destino humano. El endurecimiento del corazón no es un acto arbitrario o caprichoso de parte de Dios, sino parte de su plan justo y sabio para manifestar tanto su misericordia como su juicio.

John Piper lo expresa así: “Dios esclavizando el corazón de Faraón exhibe su soberanía sobre la historia.” Es decir, incluso la resistencia de los impíos sirve a los fines eternos del Señor. En el caso de Faraón, su terquedad fue el escenario donde Dios desplegó su poder redentor y su gloria sobre Egipto.

Como pastores, debemos recordar y enseñar que el Dios de la Biblia no es un espectador pasivo ni un consejero limitado al libre albedrío del hombre. Él es Rey soberano, y su gobierno se extiende incluso sobre lo que a nosotros nos resulta incomprensible. El endurecimiento del corazón no niega la responsabilidad humana, pero sí subraya que el último control está en manos del Creador.

Esto debe llevarnos a dos respuestas pastorales: humildad y urgencia. Humildad, porque nadie puede gloriarse de haber creído; si hoy tenemos un corazón sensible al evangelio, es pura gracia. Y urgencia, porque no sabemos hasta cuándo un corazón permanecerá abierto al llamado de Dios. Por eso, exhortamos: “Si oyes hoy su voz, no endurezcas tu corazón” (Heb. 3:15).

En lugar de rebelarnos contra esta doctrina, debemos adorar a Dios por su soberanía misteriosa y justa. Él es el Alfarero, nosotros el barro. Y su propósito, aunque a veces nos sobrepase, siempre es perfecto.

Artículo XII

Dios tiene el derecho de condenar a los no redimidos al infierno. 

Textos: Mateo 10:28; Apocalipsis 1:18

Reflexión: En un tiempo donde se suavizan los discursos y se minimiza la doctrina del juicio eterno, es crucial recordar una verdad bíblica tan solemne como necesaria: Dios tiene el derecho de condenar a los no redimidos al infierno. Esta afirmación no nace del capricho, sino de la santidad perfecta de Dios y de su justicia incorruptible. Jesús mismo advirtió: “Temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28), y se identificó como aquel que tiene “las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:18).

La existencia del infierno no contradice el amor de Dios, sino que lo revela en su plenitud, porque un amor santo no puede ignorar el pecado ni pasar por alto la rebelión. Como enseñó Jonathan Edwards: “El infierno es el efecto inevitable de la justicia de Dios sobre el pecado.” No se trata de una exageración teológica, sino de la justa retribución ante la gravedad de despreciar al Dios eterno.

El infierno no es una desproporción, es una consecuencia: es el resultado de haber despreciado una gracia infinita, de haber rechazado voluntariamente al Salvador que fue crucificado. La eternidad del castigo corresponde a la dignidad del Dios ofendido.

Pastoralmente, esta verdad no debe usarse con manipulación ni con tono triunfalista, sino con un dolor reverente y una urgencia amorosa. Si el infierno es real —y lo es—, entonces debemos predicar el evangelio con lágrimas en los ojos y fuego en el corazón. No estamos jugando con ideas; estamos hablando de destinos eternos.

Además, este recordatorio nos ayuda a mantener viva nuestra gratitud. Si hemos sido redimidos por la sangre de Cristo, es únicamente por gracia. Nosotros merecíamos esa condenación, pero Cristo la llevó en nuestro lugar. Eso nos humilla, nos transforma, y nos mueve a proclamar: “¿Quién como tú, oh Señor, fuerte en santidad, temible en loores, hacedor de maravillas?” (Éxodo 15:11).

El infierno no es el escándalo. El escándalo es que alguien como yo no esté ahí. Y eso, solo por causa de Cristo.

Artículo XIII

Dios tiene el derecho de elegir a quién mostrar misericordia. 

Texto: Romanos 9:15-18

Reflexión

Vivimos en un tiempo donde toda noción de elección divina es vista con sospecha, como si Dios tuviera la obligación de tratar a todos por igual, como si la salvación fuera un derecho humano en lugar de un acto soberano de gracia. Pero la Escritura es clara: “Tendré misericordia del que yo tenga misericordia” (Romanos 9:15). Este es el lenguaje de un Dios que es absolutamente libre para mostrar compasión según Su voluntad.

La elección divina no es injusta, porque nadie merece ser escogido. Lo que sería justo es que todos fuéramos condenados. Que Dios escoja a algunos no significa que está siendo injusto con los demás, sino que está siendo misericordioso con quienes no lo merecían. Como bien dijo R. C. Sproul: “La elección no disminuye la responsabilidad humana, sino que exalta la gracia.”

Este derecho divino de elegir no debe ser causa de orgullo, sino de adoración. Nos recuerda que nuestra salvación no es producto de nuestras obras, decisiones ni méritos, sino del amor eterno de Dios que decidió poner Su afecto en nosotros, aun cuando no lo buscábamos.

Pastoralmente, esta verdad consuela al creyente inseguro. Si tu salvación dependiera de ti, estarías perdido. Pero si depende de la elección soberana de Dios, entonces puedes estar seguro: Él no cambia, no se arrepiente, y no suelta lo que ha decidido amar. Además, esta doctrina produce humildad. No podemos mirar a nadie desde arriba, porque si estamos en Cristo es solo por misericordia.

Finalmente, esta verdad nos impulsa a evangelizar. No sabemos a quién Dios elegirá, pero sabemos que Él obra a través de Su Palabra predicada. Nuestra misión no es adivinar, sino proclamar, sembrar y confiar en que Dios tendrá misericordia del que Él quiera tener misericordia… como ya la ha tenido con nosotros. ¡A Él sea la gloria!

Artículo XIV

Dios tiene el derecho de imponer su voluntad incluso sobre la humana. 

Textos: Isaías 43:13; 46:10

Reflexión

En una época que exalta la autonomía del individuo como el bien supremo, el mensaje de la soberanía absoluta de Dios suena ofensivo. Sin embargo, la Biblia enseña sin ambigüedad que Dios no pide permiso para ser Dios. Él declara: “Yo actúo, ¿y quién lo estorbará?” (Isaías 43:13), y afirma: “Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Isaías 46:10). El Señor no es un espectador pasivo del libre albedrío humano; es el soberano ejecutor de un plan eterno que ningún hombre puede frustrar.

La voluntad de Dios no está sujeta al consentimiento humano. Su propósito es firme, incluso cuando contradice los deseos o planes de los hombres. La historia de la redención, desde Faraón hasta Pilato, pasando por Nabucodonosor y hasta nuestros días, nos muestra que Dios gobierna sobre reyes, naciones, iglesias y corazones, imponiendo su voluntad para cumplir su gloria.

Juan Calvino lo expresó con contundencia: “Aquel que crea poder limitar a Dios se hace Dios mismo.” Es una advertencia contra el orgullo religioso que intenta domesticar a Dios, reducirlo a un asistente de nuestras decisiones o a un socio en nuestros planes. Pero Dios no negocia Su señorío. Él es Rey, no asesor.

Pastoralmente, esta verdad es fuente de seguridad y consuelo para el creyente. Si el propósito de Dios se impone incluso sobre la voluntad humana, entonces nada puede frustrar su obra en nosotros. Cuando nos sentimos débiles, confundidos o desanimados, recordamos que su voluntad prevalecerá. Él nos guiará, incluso cuando no lo entendamos, porque su propósito es bueno, perfecto y eterno.

Esta soberanía no anula nuestra responsabilidad, pero sí nos llama a humildad, obediencia y confianza. Rindámonos sin reservas al Dios que gobierna sin error, al Señor que nunca pierde el control. En Su voluntad impuesta, encontramos descanso. Porque cuando el Todopoderoso actúa, nadie lo puede detener… ni siquiera nosotros mismos.

Artículo XV

Dios tiene el derecho de ser amado y adorado incluso cuando ejerce sus derechos soberanos. 

Textos: Job 1:21; Apocalipsis 14:6-7

Reflexión

Una de las pruebas más profundas de nuestra fe es adorar a Dios cuando no comprendemos sus caminos. Cuando Él da, lo alabamos con gozo; pero cuando quita —como en el caso de Job— ¿seguimos amándole con reverencia? Job, luego de perder todo, proclamó: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21). Esa es la adoración que nace no del beneficio, sino del reconocimiento de que Dios es digno por quien es, no solo por lo que hace.

La adoración verdadera trasciende el entendimiento humano. Como declara Apocalipsis 14:6–7, el llamado eterno es: “Temed a Dios y dadle gloria... y adorad al que hizo el cielo y la tierra.” No se nos manda adorar cuando todo va bien, sino porque Él es el Creador, el Rey soberano, el Santo.

Dios tiene el derecho de ejercer su soberanía como le plazca: puede cerrar puertas, herir y sanar, exaltar y humillar. A veces, su obrar será un misterio doloroso. Pero incluso en esos momentos, nuestra respuesta no debe ser exigir explicaciones, sino rendirnos en adoración. Jonathan Edwards lo expresó con sabiduría: “Nuestra respuesta no es entender, sino confiar y alabar.”

Desde la cruz hasta las pruebas personales, Dios revela que su gloria no necesita ser explicada para ser adorada. El verdadero amor a Dios no se basa en recompensas, sino en rendirse a su majestad, aun cuando su voluntad contradiga nuestros deseos.

Como pastores y creyentes, necesitamos cultivar en nuestros corazones y comunidades una fe que diga: “Señor, aunque no entienda tu camino, seguiré amándote, seguiré adorándote, porque tú eres Dios y no hay otro.” Esa es la adoración que glorifica a Dios en espíritu y en verdad.

Artículo XVI

Estos derechos son irrevocables y deben ser declarados como verdad definitoria de la fe cristiana. 

Reflexión final

Vivimos en una época donde la verdad ha sido relativizada, y muchas veces incluso en los púlpitos se suaviza el carácter soberano de Dios para hacerlo más “amigable” o “accesible” al gusto del oyente moderno. Sin embargo, la Escritura no nos permite negociar con la soberanía divina. Desde Génesis hasta Apocalipsis, Dios se revela como el Creador, Sustentador, Gobernante y Juez del universo, que hace “todo según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11).

Negar o diluir los derechos soberanos de Dios es vaciar el cristianismo de su sustancia. No existe fe bíblica sin la confesión de que Dios es Rey absoluto, que tiene autoridad total sobre todas las criaturas, los acontecimientos, las naciones y los corazones. Esta soberanía no es solo un atributo entre muchos; es la base que sostiene cada promesa, cada juicio, cada acto de redención. Como escribió A. W. Pink: “Dios puede hacer todo lo que quiera, cuando quiera, con quien quiera, y nadie puede impedirlo.”

La Confesión de Fe de Westminster lo declara sin ambigüedades: “Es deber supremo del hombre alabar la misericordia soberana de Dios y transmitirla sin vergüenza.” Hoy más que nunca necesitamos volver a proclamar —con valentía y ternura pastoral— que Dios tiene derechos irrevocables sobre todo lo que ha hecho, y que su soberanía es una verdad definitoria de nuestra fe.

Esto no nos lleva a la pasividad, sino a la adoración reverente y a la confianza activa. Porque el mismo Dios que reina también redime, el que gobierna también guía, el que exige también sustenta.

La soberanía de Dios es nuestra roca en medio del caos, nuestra esperanza en medio del dolor, y el motivo más profundo para nuestra obediencia y alabanza. Negarla es deshonrar a Dios; proclamarla es rendirle la gloria que merece. Que nunca nos avergoncemos de decir: “Nuestro Dios reina.”

Conclusión:
Hermanos, este manifiesto afirma una verdad central del evangelio: Dios es soberano, y todo su actuar—en juicio y misericordia—nunca está limitado por la comprensión humana. Nuestra respuesta debe ser una confianza humilde, reverente y agradecida, glorificando a Dios en todo.


1 comentario: