¿Pequeños inocentes?
Una mirada bíblica y reformada sobre la naturaleza de nuestros hijos
“Los impíos se apartaron desde la matriz; se descarriaron hablando mentira desde que nacieron.” — Salmo 58:3
A los ojos de muchos padres, la escena de un niño dormido evoca una paz pura, casi celestial. Su respiración suave, sus gestos delicados, su aparente inocencia… todo nos dice: “esto no puede estar mal”. Sin embargo, como toda apariencia, también puede engañarnos. La Escritura ofrece una visión profundamente distinta, una perspectiva que despoja la paternidad de ilusiones románticas y la coloca en el terreno sólido de la verdad revelada: nuestros hijos no son moralmente neutros ni espiritualmente puros al nacer. Son pecadores desde la concepción.
Este diagnóstico no es una exageración ni una licencia poética. Es teología bíblica. Robert Murray McCheyne decía con sabiduría:
“Incluso en los más pequeños, las semillas de todo tipo de pecado ya están presentes”.
La doctrina de la depravación total desde el nacimiento
La teología reformada define esta realidad como “depravación total”. Louis Berkhof la explica así:
“Es una corrupción inherente que se extiende a cada parte de la naturaleza humana, a todas las facultades del alma y del cuerpo. No hay bien espiritual en el pecador, solo perversión.” (Teología Sistemática, p. 247)
Esto no significa que cada persona es tan mala como podría ser, sino que cada aspecto del ser humano—intelecto, emociones, voluntad—está afectado por el pecado. Incluso los más pequeños.
El rey David entendió esto cuando confesó:
“He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.” (Salmo 51:5)
Su arrepentimiento por el pecado con Betsabé no fue un accidente moral, sino la manifestación de un corazón caído. Y así como David reconoció la raíz, también nosotros debemos entender que nuestros hijos heredan la culpa y la corrupción de Adán (Romanos 5:12-21). Son pecadores no solo por imitación, sino por naturaleza.
¿Y la muerte infantil?
Pablo lo explica claramente en Romanos 5:14:
“No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán.”
Aun quienes no han pecado voluntariamente mueren, y eso demuestra que comparten la culpa adámica, porque la muerte es consecuencia del pecado (Romanos 6:23). Esto no niega la posibilidad de redención en Cristo para los infantes, pero sí afirma su necesidad de gracia salvadora, no de inocencia moral.
La implicancia para los padres cristianos
Aceptar esta enseñanza no conduce al pesimismo, sino a la urgencia. Si comprendemos que nuestros hijos nacen espiritualmente muertos, no podemos delegar su formación a la cultura ni suponer que “encontrarán su camino”. Debemos criarles intencionalmente bajo la Palabra, con dependencia en la gracia del Espíritu.
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Nuestros hijos necesitan el evangelio. No basta con buenos modales o educación religiosa. Necesitan regeneración.
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La paternidad exige humildad. Somos pecadores criando pecadores. Debemos evitar tanto el legalismo como la permisividad.
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El bautismo infantil (cuando se practica) no garantiza conversión. Coloca al niño bajo el pacto y nos compromete a discipularlo, orando por su fe genuina.
Un consuelo mayor que la caída
Pero no todo es caída. Hay esperanza. Como le ocurrió a Mónica con su hijo Agustín, Dios es poderoso para salvar incluso a quienes han seguido el camino de su propia corrupción.
“Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados… justificados en el nombre del Señor Jesús.” (1 Corintios 6:11)
El evangelio no florece sobre la inocencia, sino sobre el pecado. Y allí donde el pecado abundó —aun desde la cuna— sobreabundó la gracia (Romanos 5:20).
Conclusión
Dios no nos ha confiado ángeles, sino pecadores para formar en santidad. Como padres, no debemos endiosar ni idealizar a nuestros hijos, sino guiarlos con la verdad, la ley y la gracia. Es una tarea espiritual, no solo educativa.
Como dijo una vez Sinclair Ferguson:
“Nuestros hijos son nuestras misiones personales. Necesitan al Salvador tanto como nosotros”.
La doctrina de la depravación total, lejos de desanimarnos, nos lleva al trono de la gracia, recordándonos que solo Cristo puede hacer nuevas todas las cosas, incluso el corazón más tierno… y más necesitado.
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